Krineim

En un año has subido y bajado quinientas veces por las mismas escaleras mecánicas, has vertido una copa de vino en una cena familiar, has dado un portazo después de una discusión, tal vez has pedido perdón.
Has dicho te echo de menos, o espero volver a verte o, por favor, dame la mano. Has herido a alguien con un gesto o una palabra, has recibido algún golpe como el latigazo de una vara verde, y te has dolido a escondidas.
Has pedido la cuenta en un puñado de restaurantes, has perdido a un amigo, has ganado otros dos, has reído hasta que te ha dolido el pecho, y has llorado como un niño al que le quitan su juguete preferido.
Has recortado una noticia del periódico pensando que años más tarde se la enseñarías a tus nietos, porque te parecía muy importante, y te has propuesto dejar de fumar y aprender inglés de una vez por todas.
Te has ido a la cama solo y te has despertado diciendo te quiero a alguien que se ha colado furtivamente en tu vida.
Estas cosas pasan siempre. Pensar “ha pasado un año” es ese despertar, esa extrañeza de no saber si aún se está soñando, sin saber qué hora es, preguntándose quién es uno y qué tiene que hacer ahora que está despierto. El paso del tiempo es ese despertar que confirma que estamos vivos, que hay alguien a nuestro lado que nos da los buenos días con voz ronca y que aún nos roba un trocito de sábana pidiendo cinco minutos más. Un año entero es un frotarse los ojos para quitarse las legañas, un gesto de desperezo y un golpecito suave en el costado a esa persona que podrías borrar a besos, para decirle simplemente “¿quieres un café?”.
Un año es algo pequeño, apenas unas migajas de tiempo deshaciéndose en el bolsillo. Es el cajón de los fracasos y el jardín del tiempo que aún queda para borrar las huellas. Un año es ese primer momento del día en que la noche se va derritiendo a través del cristal como un carámbano de luz inocente, una ofrenda a uno mismo, una invitación a vivir.